» La luz grabada desde las sombras: La visión extrema de Fred Kelemen
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por Michael Pattison

«Vamos, hay una salida. Tomemos una copa y hablemos.»
–– Matiss Zelcs, Fallen

En las profundidades de la desesperación insondable, encontramos la esperanza. La de Fred Kelemen es un cine de resistencia. Además, es un cine en el que la resistencia es un acto banal, un proceso común por el que no conquistamos lo suficiente, ni resolvemos los misterios oscuros del mundo, ni los negociamos. No se trata de películas acerca del triunfo de la voluntad. Cuando los créditos finales empiezan, seguimos preocupados, perturbados. Y debemos seguir así, se trata de Europa: endeudada, paranoica y posterior al conflicto. Una alcantarilla de tránsito.

Kelemen, nacido en Berlín Occidental en 1964, ha acumulado un conjunto de trabajos que, por una parte, está arraigado a un hilo peculiar del existencialismo, que hoy en día parece cada vez más anacrónico en términos cinematográficos, como la propia Europa, que sufre una agonía mortal prolongada. El existencialismo parece también muy anticuado, muy pasado de moda, demasiado egoísta para soportar tanto peso filosófico. De hecho, no es de extrañar que Fallen, cuando se estrenó en 2005, incitó a los críticos a recordar los gustos de Antonioni, cuyas propias representaciones minimalistas del existencialismo, de los hombres que buscan un sentido en un peligroso mundo sin sentido, iban por delante y a la vez eran muy de su tiempo.

Por otro lado, en el caso de profundizar lo suficiente, un compromiso pleno en las preocupaciones temáticas de alguien se convierte en un punto de fascinación duradera: de hecho, acaba siendo la tesis completa. El proyecto de Kelemen, desde su primera película Fate (1994) hasta Sarajevo Songs of Woe del año pasado, no ha demostrado nada sino la sinceridad en su inversión total e incluso polémica en los excluidos sociales y su terrible situación. Estas películas se pueden leer como instantáneas extremas de una sociedad que ha quedado atrás: el capitalismo tardío no es tanto como la barbarie inicial. En ese sentido, al igual que los clásicos del existencialismo, la obra de Kelemen evita el realismo a favor de una histeria simbólica.

La visión extrema de tales alegorías es una opción de estructura estratégica y rentable: a partir de  sombras oscuramente grabadas, el director talla ligeros destellos de luz que no reflejan tanto nuestra humanidad como la refractan. Las cosas (gente, situaciones, lugares) son reconocibles e incluso, tal vez, creíbles; pero también son distorsionadas, desconcertadas y feas. La acción es escasa y el diálogo convencional se ha roto, pero los mecanismos comunicativos han cambiado: sobreviven con una alteración genética. Los interiores mundanos, como los archivos estatales de Fallen e incluso las orillas de los ríos deshabitadas al final de esta película son hechos de otro mundo por la musicalidad parecida a la de un zumbido: zumbidos distantes, perros ladrando, el ruido de la lluvia al caer en un techo metálico.

Fate se abre con el sonido de un acordeón amenazador que acompaña a un montaje de rostros y cada uno muestra alguna prueba de abandono social. Como descubriremos, el acordeón pertenece al músico callejero ruso Valery (Valerij Fedorenko), un inmigrante que sufre abuso, humillación y explotación a manos de otros. Su amante es Ljuba (Sanja Spengler), de quien está separado. Cada uno va por su lado. Durante el transcurso de una noche, los trabajos los vuelven a juntar. Preguntando qué queda de la humanidad más allá del punto de desesperación, la película relata el fondo de la escala social con un romanticismo extrañamente emocionante.

La textura única y confusa de Fate, resultado de haberla grabado con una Hi-8 antes de ser transferida a 16 mm, resulta apropiada para esa pesadumbre de baja definición. Impregnado a fondo en un estupor de mala muerte, hay una angustia contenida en cada una de sus doce largas escenas, una de ellas parece ir más allá de los clichés sombríos y valientes del melodrama de baja gama. De hecho, la primera película de Kelemen combina una transgresión emotiva con un trasfondo de maldad desagradable. Observamos la impotencia de no poder hacer nada mientras a Valery le pagan cual oso bailarín para que se termine una botella de vodka y Ljuba corre desesperadamente por la calle nada más que con una bata tambaleándose, exhibiendo su frágil humanidad.

Tres años más tarde, Kelemen hizo Frost que -siendo muy apropiado para la segunda película de lo que posteriormente pasó a una trilogía no oficial- se establece en ese espacio desoladamente liminal entre el final de un año y el comienzo de otro. Como una ardua caminata de 201 minutos, la película de Navidad más oscura de todas es una road movie despojada de lo esencial: el descenso hacia un infierno cada vez más abstracto, congelado.

También es muy bonito a su manera. El plano inicial, como en Stalker de Tarkovsky (1979), muestra lo aparentemente milagroso: un niño que flota dormido al lado de una callejuela vacía en Berlín. El encuadre se amplía gradualmente, sin embargo, el plano demuestra que el chico, Micha (Paul Blumberg) de 7 años, está apoyado en los hombros de su padre borracho. Este último (Mario Gericke) lucha por volver a casa de forma sonámbula. El segundo plano de la película, como una imitación psicodélica de los planos característicos de Hitchcock en Vértigo (1958), es una vista aérea que desafía cualquier perspectiva humana girando lentamente a medida que la cámara baja por el centro de las escaleras de un bloque de pisos.

Cuando no mucho después volvemos a este lugar poco iluminado, con una perspectiva demasiado humana, Kelemen integra plenamente la arquitectura en su puesta en escena. Micha se queda de pie para recoger el agua que gotea sin cesar de un desagüe, su serenidad visual y sónica le proporciona una salida para su estado emocional: fuera de la pantalla escuchamos lo que evidentemente está tratando de ahogar, el sonido de su padre violando a su madre Marianne (Anna Schmidt). En este mundo, los seres humanos están acostumbrados a la crueldad: sus edificios lloran por ellos. La violación de Marianne y la paliza posterior han llegado demasiado lejos: Marianne despierta a Micha y se marcha con él por la noche, cargada con un equipaje mínimo y la máxima resistencia.

Una pesadilla de abandono y de desamparo, Frost se desarrolla como una sucesión de episodios terroríficos que, sin embargo, son absorbentes y convincentes en su intensidad atmosférica y paciente tempo. El peligro nunca está lejos: un parque de atracciones (horror carnavalesco), un paseo glacial por encima de un campo de hielo; en otra parte, un BMW negro se detiene junto a Marianne y Micha en una carretera provincial, mientras su conductor oculto circula enérgicamente hacia delante con tartamudeos sugestivos, sexuales e intermitentes. Una historia de fuga, Frost invierte el modelo de Stalker: si en aquella película tres hombres adultos acordaban dirigirse hacia un lugar remoto, en esta dos peregrinos más vulnerables luchan por escapar.

Esta premisa tan oscura proporciona fugaces momentos de frivolidad y un delirio intenso y palpitante. En el parque de atracciones, Marianne disfruta de los columpios, la cámara la sigue constantemente. Más adelante en la película, se queda sola en la mansión de un extraño, en la del conductor del BMW (Isolde Barth), que resulta ser todavía más amenazador de lo esperado, al presenciar un baile de música eurotrance que se desarrolla como un ataque epiléptico. Ambos ejemplos de euforia van seguidos de un miedo aleccionador: en el parque de atracciones, Marianne se baja de los columpios para encontrar a Micha, que se ha perdido, mientras que en la última escena ella termina su baile para descubrir que el propietario de la mansión que está bañando desnudo a Micha de una manera sexualmente provocativa. Ambas escenas participan de procedimientos singularmente sombríos y surge una sensación de trauma latente. Interpretada excelentemente por Schmidt, Marianne representa la tensión entre las responsabilidades maternales y la alegría despreocupada, ya que compite por las mismas atenciones y promete la protección que le debe ofrecer a su hijo. Del mismo modo, la película se convierte en una historia compleja sobre la llegada a la madurez de Micha, que duerme la mayor parte del primer tercio antes de convertirse, según progresa su viaje, en un adolescente prematuro. En una clara lucha de tensiones edípicas, él llama a su padre: sigue sin estar claro si esto es para ayudar o si el deseo es algo más mortífero.

Con las campanas de la iglesia, los vientos huracanados y los paisajes implacables, Frost parecería un brote de Sátántangó (1994), dirigida por Béla Tarr: no es ninguna sorpresa saber que la primera colaboración de Kelemen con Tarr fue como director de fotografía en Journey on the Plain, un documental que examina los lugares de rodaje de esa película. Al igual que la obra de siete horas de Tarr, Fate posee una belleza estética que funciona como una especie de contrapunto en la depravación sumergida de su tema, que lo envuelve y lo refuerza a medida que su odisea se dirige hacia un bar joyceano encontrado al final de la civilización. Una vez comienzan las fiestas de año nuevo, las explosiones y los chillidos de los fuegos artificiales suenan como la tan esperada señal para el apocalipsis.

Descendemos. En Nightfall (1999), otro cuento de horror romántico en Navidad, Anton (Wolfgang Michael) y Leni (Verena Jasch) cortan una noche y, al igual que Valery y Ljuba en Fate, van cada uno por su lado. En la ciudad más oscura -un batiburrillo transeuropeo de desolación totalmente inconsolable- no pasa mucho tiempo hasta que se dan cuenta de que se necesitan más que nunca.

Kelemen rodó Nightfall en 35mm, aunque interrumpe sus continuos planos secuencia con los cortes de resolución baja, como si enfatizara los violentos cambios de la vida entre lo hermoso y lo incomprensiblemente sombrío. Mientras que Leni se sumerge en encuentros en los que es maltratada sexualmente, Anton se hace amigo de un extraño, cuya hija ha estado desaparecida durante días. En una escena que lleva la identificación de las campanas como el apocalipsis a nuevos niveles del absurdo, el hombre le ruega a Anton que lo suba a una campana y la toque. Desdoblándose inevitablemente, la escena concluye con Anton que accede al deseo del extraño, mientras la sangre de este le salpica al ritmo del sonido ensordecedor del campanilleo.

Si Fate y Frost desplegaron los rumores de un temor implícito, apenas mantenido a rayas a través del alcoholismo, la dureza mental o ambas, Nightfall pone de relieve la violencia sexual y destaca a las víctimas entre los inocentes. Existe una inquietud palpable en escenas como aquella en la que una niña se mete en un cuarto oscuro de una discoteca y se coloca sobre una mesa de billar. Kelemen hace una panorámica para mostrar a un operador de cámara y a una fila de hombres trajeados que se comen con los ojos a la niña. Nada de esto va a acabar bien. De hecho, la película establece su sordidez hasta el punto en el que podemos esperar razonablemente lo peor cuando Anton se topa con un cisne herido encima de una pila de desechos: ¿lo matará o lo joderá?

Relacionar cada una de estas películas provoca amor, esa emoción que nos permite mantener la esperanza cuando todo lo demás se ha echado a perder. Desde las epifanías nocturnas de los amantes que se reconcilian en Fate y Nightfall hasta el sentimiento tardío de pérdida y responsabilidad tras un suicidio en Fallen, Kelemen ofrece a sus protagonistas una forma de salir de los ciclos de autodestrucción. En realidad, salir es la parte fácil: es sobrevivir más allá lo que resulta tan problemático.

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Michael Pattison es un crítico cinematográfico de Gateshead, Reino Unido. Ha publicado en Sight & Sound, the British Film Institute y MUBI, entre otros muchos otros medios.

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